Las fieras humilladas de los narcos
por KIEN&KE
La imponencia del puma ya es
historia. Cuatro años antes había sido capturado en el Bajo Cauca por
capricho de un tipo con dinero. El felino fue encadenado con el ánimo de
ser exhibido en una de sus fincas de la Cordillera Occidental, como
muestra palpitante del poder animal de quien por esos días comandaba un
ejército de hombres a su servicio. La leyenda cuenta que un día, cansado
de sus rugidos y zarpazos, mandó a arrancarle los colmillos y las
garras. La cirugía, practicada quién sabe dónde y cómo, desencadenó una
infección que empezó a devorarle la pata izquierda con tal fiereza que a
los pocos días tuvieron que cortársela de tajo.
Detrás de las rejas, el gato camina
dando brincos como un remedo de felino. Su cuidadora da detalles del
relato con una voz que gravita entre la abulia y el desconsuelo,
mientras cuenta que a la antigua fiera ahora deben alimentarla con carne
molida y trozos de pichón. En los 16 años que lleva haciendo ese
trabajo, la mujer ha escuchado tantas historias provenientes de la
barbarie que ya nada parece aterrarla. Villa Lorena, un zoológico para
animales desahuciados que funciona al oriente de Cali, se ha convertido
con el tiempo en un museo de algunas de las crueldades menos
publicitadas de la condición humana y los narcotraficantes que han
reinado en este país.
Este puma, a quien le quitaron las garras y los dientes, perdió su pierna por una infección.
A cien metros del puma, por ejemplo,
está Rumbero, un león que perteneció a un extinto mafioso de Manizales
que le parecía divertido someterlo a los excesos de sus fiestas.
Entonces, para que tuviera la docilidad de un oso de felpa, lo
apaciguaban con inyecciones de whisky y humo de marihuana que uno de sus
lugartenientes encendía en la jaula donde permanecía confinado.
Los veterinarios aún no han podido
determinar el daño cerebral causado por aquel abuso, pero se sabe que
Rumbero se acostumbró tanto a la estridencia de la música con la que era
atormentado, que el silencio en el que ahora habita a ratos puede
resultarle una insufrible: hay mañanas en las que despierta y al no
escuchar nada, ruge, lanza sus garras al aire, se desespera. De cerca,
el rey de la selva, con una mirada verde y extraviada, se ve como un
drogadicto en terapia que aún no logra comprender que ya fue rescatado.
Rumbero, así se llama el león cuyo dueño, un mafioso de Manizales, le inyectaba whisky para calmarlo.
Sin embargo los peores atropellos no
sólo provienen de la mafia. En Villa Lorena, que es más bien un albergue
para enfermos en estado terminal, hay tigrillos ciegos, perros de monte
cercenados por campesinos borrachos, un cocodrilo sin manos, monos con
balas incrustadas en la espalda, guacamayas sin alas, búhos atrofiados a
pedradas. Hace apenas unas semanas, murió allí un león decomisado a un
circo que pasaba por la ciudad. Al dueño del espectáculo le había
parecido una idea magnifica para su espectáculo poder cabalgar al temido
depredador, demostrando así que no hay nada superior al hombre. Y para
eso, se le ocurrió montarlo desde cachorro como si se tratara de un
pony. El león, cuando llegó al zoológico, era un anciano enclenque no
más alto que un perro labrador. Las patas, vencidas por las cabalgatas
de años y años, se le doblaban hacia adentro como alambres retorcidos
incapaces de sostener su propio peso.
“Me crié viendo animalitos en la casa. Y me voy a morir cuidándolos”, dice Ana Julia Torres.
Ana Julia Torres, la dueña de Villa
Lorena, que se encarga de cuidar ella misma a los pacientes, explica que
las visitas del público están prohibidas porque las desgracias no son
para exhibirse. Quizás esa sea la más humana de sus convicciones. Ella,
que a primera vista se ve como un ama de casa antes que como una
salvadora de fieras caídas en desgracia, es una profesora de primaria
que asegura haber heredado de su papá, un campesino del Eje Cafetero,
aquella convicción. “Me crié viendo animalitos en la casa. Y me voy a
morir cuidándolos. Mis hijos van a ser los herederos de esa suerte. El
menor quiere ser veterinario”. El albergue lleva el nombre de la mayor
de sus hijas, Lorena, que es es médica.
A la entrada de Villa Lorena, bajo una
enramada cubierta por un techo de paja, las reproducciones de las
publicaciones internacionals que se han interesado en el zoológico
cuelgan de las paredes de un salón, en el que también permanecen
exhibidos los cuerpos disecados de animales que han tenido una muerte
célebre por lo penoso del episodio: avestruces, venados, ocelotes,
tigres.
Los micos son unos de los animales más explotados por el hombre.
Aunque no hay un caso menos atroz que
otro, quizás el más aberrante en esa galería de la vejación es el de
Yeyo, un mono atrofiado por el aturdimiento de un ebrio que al
emborracharse lo cogía a patadas para vengarse del abandono de su
esposa. Cuando llegó al zoológico, le faltaba un ojo, tenía la mandíbula
rota, la cola partida, las costillas astilladas. Yendo en contra de las
predicciones médicas, el amor que recibió de Ana Julia comenzó a
sanarlo.
Ella cree, incluso, que el mico llegó a
reconocer en los seres humanos algo distinto al desprecio. Pero las
golpizas que había recibido lo tenían condenado: no pasó mucho cuando a
Yeyo le detectaron un cáncer que le minó el rostro de tumores y lo
desfiguró de pies a cabeza. Ahora, como un recordatorio de, su cuerpo
permanece en una urna de cristal con los brazos abiertos, como esperando
que, pese a todo, alguien lo abrace.
Muchos animales fueron sometidos a violentas cirugías, como este loro al que le cortaron el pico.
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